Todos los niños gritaban llenos de alegría, habían ganado una gran batalla en la que muchos habían caído. El suelo estaba cubierto de críos que lloraban mientras miraban sus rodillas raspadas y los chichones de sus cabezas. “Habéis luchado bien” gritó uno de los chicos a la multitud que le rodeaba. Esos “perros” de la calle de al lado no volverán a pisar el barrio. No en un mes al menos. Todos se reían y abrazaban embargados por la emoción mientras el les sonreía. Era un gran líder, les había dirigido bien. Ayudó a muchos de sus guerreros a levantarse y correr mientras esquivaban el ataque enemigo. Todo parecía perdido hasta que un chico pequeño llegó con munición. Un gran cubo lleno de piedras que lanzaron sin piedad contra sus contrincantes. Les había ayudado a todos, por algo era el jefe, el más fuerte, el mayor. Todos sabían que lo era y que debían obedecerle. Todo era como un sueño, uno de esos cortos que se va desvaneciendo poco a poco y cuando te das cuanta apenas lo recuerdas. El suyo terminaba al oscurecer. Todos corrían a sus casas hechas de madera y trozos de edificios viejos. Su interior casi vacío podía verse a través de las cortinas raídas de algunas de las cabañas lo suficientemente ricas como para tener cortinas. El vio como todos sus compañeros se metían en sus casas y eran recibidos a collejas por sus madres al ver estas lo sucias que llevaban sus ropas “qué extraño, creo que vuelven igual o menos sucios de lo que salieron esta tarde”, pensaba él mientras iba de camino a la suya. A cada paso que daba, se convertía más y más en un crío común. Parecía encoger, los laureles habían caído de su cabeza hacía rato, y sabía que una vez llegase a casa, no sería más el líder, sino un niño más recibido a collejas por una madre enfadada.
María Suárez Alonso
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